martes, abril 20, 2010

Irina como hablando

Irina llegó de Brasil cuando tenía dos años.

Su viejo la trajo en un viaje que duró cuatro días. El tipo se había enamorado de quien no tenía que enamorarse. Un día del peor abril, el de 1981, bajó los brazos, agarró a la gurisa y se fugó con rumbo sur.

San Pablo. Porto Alegre. Foz. Resistencia. Corrientes. Yuquerí. Córdoba Capital. Santa Fé. Rosario. Zárate. Constitución. Los dos durmieron mezclados con frutas, tabaco, café, porro y, sobre todo, ausencias. Juntos y abrazados, lloraban que mamá no estaba. Mamá, que era una turra. Una turra a la que amaban. Una turra a la que amaban y tenían que abandonar para no hundirse en la porquería como quien tiene un ancla adherida a un pie adherido a un zapato de plomo.

Alguien tenía para ellos algunas esperanzas, allá, en el conurbano bonaerense profundo.

En una casita de Burzaco, Irina pasó su infancia. Atrás de las casas brillantes de los Temperley, de los Adrogué y los Longchamps, entre manos tibias que la dormían todas las noches, aprendió muy rápido cuándo había que hacer sonar el cencerro, el movimiento de dedos más preciso para los repulgues, cómo jugar con los perros en las calles de tierra. Ya entonces se le daba por hablar sola bastante seguido. Normal en una nena, pensaban todos. Lógico.

La vida en Burzaco, después de que el viejo se muriera de puro curda y depresivo, se puso áspera y la historia es vieja. La piba estaba muy pero muy buena. Una brazuca mulatona de cabeza rizada, labios enormes, caderas anchas, cintura divina, buenas gomas. Cuando creció, largó la escuela y empezó a curtir la calle. Curtió la falopa. Curtió muchos viejos curdas y depresivos para curtir más falopa. Después se dio cuenta que no quería más falopa ni andar putaneando, que quería enamorarse del algún flaco medio pintón y de buena madera. Pero no sabía ganarse el mango de otra manera. Y siempre, todas las veces, hablando con el aire.

Se piró de Burzaco para alquilarse una pieza en Capital, cerca del Once. Pensó en seguir laburando en la lleca hasta que pudiera zafar. Tenía veinticuatro y seguía estando muy buena. Irina paró en la misma esquina durante diez años. Levantaba canas y tacheros a la noche, empleados del correo, tacheros y garcas de traje a la tarde, le tiraba un servis veloz y de onda a algún vecino por el temita ese de los códigos. Durante años se trincó a un cocinero que le hacía cornalitos y rabas que ella ponía en un plato sobre la cama. Se lo manducaba entero al mismo tiempo que el loco le entraba desde atrás, flotando en un frenesí afiebrado. La idea de zafar se le fue olvidando sin darse cuenta. Irina estaba preocupada por cosas más importantes.

Allá en la esquina del pasaje hizo pata ancha y tuvo épocas en las que encaró más falopa y más soliloquio, y otros momentos en los que le aflojaba a la mandanga pero no al monólogo. Las habladurías medio indescifrables, de corte yoruba, no amainaron nunca.

El 4 de enero de 2000 recontracagó a trompadas a un chorrito que estaba apretando contra la pared a Clarita, que vivía en el pasaje (donde todavía pasea su burra), tenía catorce años y tremendo zogaca. Con el taco aguja y en pelotas como estaba lo hizo correr hasta la Conchinchina. “¡Rastrero de mierda!”, le gritó Irina durante diez cuadras, con el zapato en la mano.

El 19 de diciembre de 2001 caminó derechito por Hipólito hasta la plaza. En Congreso le afanó un bidón de nafta a un perejil. Lo vació en la palmera y tiró el cigarro, justo cuando se venía encima la yuta.

El 26 de junio de 2002 se fue al puente peatonal de Sanchez de Bustamante y se quedó dormida transversalmente sobre el metal rugoso.

El 30 de diciembre de 2004, a las cuatro de la mañana, se sacó las botas y así nomás en patas les hizo un nudo para después tirarlas como un misil y dejarlas colgando del cable de luz. Siguen ahí.

El 9 de Julio de 2007 vio como empezaban a bailar los pompones blancos en el aire y corrió en una sola carcajada con todo su churrasco abierto, devorándose el cielo que se desgajaba en partículas de nube.

Siguió gatillando la pieza pero ya no dormía. Sentada en un umbral, rodeada de bolsas, hablaba y escribía en cuadernitos diminutos papiros interminables. Todo el día. Toda la noche. Irina implacable, como parte de la arquitectura de Almagro, dejó la falopa y el servis y se enamoró, nomás. Entonces decidió quedarse esperándolo.

Hablando con él.

Como hablando arriba de la bicicleta vieja.

Como hablando arriba de la bicicleta vieja que dibuja una franja en el camino de tierra.

Como hablando arriba de la bicicleta vieja que dibuja una franja en el camino de tierra que la lleva hasta el local en el centro.

Como hablando arriba de la bicicleta vieja que dibuja una franja en el camino de tierra que la lleva hasta el local en el centro, donde Mariana se calza los guantes de látex, enciende la sierra y aprovecha el ruido para descostillarse de la risa.

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