martes, noviembre 13, 2007

Boulogne Sur Mer

Boulogne Sur Mer

Hay un pavimento que se desliza ahí abajo cuando lo habito a pasos longitudinalmente lentos, en los momentos en que el sol aún no se anima a dar la cara porque sabe que volvemos ebrios y felices a casa a acurrucarnos en el refugio antiatómico otra vez.

Un pavimento entre innumerables alfombras de brea.

Sólo ese es el que gira hacia atrás: Boulogne Sur Mer al cuatrocientos o quinientos, cuando es sábado de mañana y no hace frío ni calor, ni las aves urbanas violentan los tímpanos con sus chillidos injustificados desde todo punto de vista.

(Boulogne Sur Mer me hace acordar de Mercedes. De las dos. Cada vez que me traslado sobre su superficie son inevitables dos rostros cuatro senos dos pupos veinte dedos en definitiva un monstruito hermoso)

Es la negación de la muerte del barrio: en movimiento decidido.
Entretanto el Abasto se acerca como cuando era de vidrios rotos,

Como cuando era el coliseo del berretín y de los compadres de Valentín Gómez,
y habitábanlo millones de roedores con velas encendidas en tiempos en que nadie ,
al cuidado ritual del cuerpo de Luca.

Llegando a Corrientes... una caña. El tipo pidió una caña.
Me da verguenza reclamar mi vaso de leche fría.

Me alejo hacia Miserere porque el día ya cubre todo hasta mi interior.

viernes, noviembre 09, 2007

Una pregunta

Un periodista europeo, de izquierda, por más señas, me ha pregun­tado hace unos días: “¿Existe una cultura latinoamericana?” Con­versábamos, como es natural, sobre la reciente polémica en torno a Cuba, que acabó por enfrentar, por una parte, a algunos intelectuales burgueses europeos (o aspirantes a serlo), con visible nostalgia colonialista; y por otra, a la plana mayor de los escritores y artistas la­tinoamericanos que rechazan las formas abiertas o veladas de coloniaje cultural y político. La pregunta me pareció revelar una de las raíces de la polémica, y podría enunciarse también de esta otra manera: “¿Existen ustedes?” Pues poner en duda nuestra cultura es poner en duda nuestra propia existencia, nuestra realidad humana misma, y por tanto estar dispuestos a tomar partido en favor de nuestra irremediable condición colonial, ya que se sospecha que no seríamos sino eco desfigurado de lo que sucede en otra parte. Esa otra parte son, por supuesto, las metrópolis, los centros colonizadores, cuyas “derechas” nos esquilmaron, y cuyas supuestas “izquierdas” han pretendido y pretenden orientarnos con piadosa actitud. Ambas cosas, con el auxilio de intermediarios locales de variado pelaje.
Si bien este hecho, de alguna manera, es padecido por todos los paí­ses que emergen del colonialismo —esos países nuestros a los que esforzados intelectuales metropolitanos han llamado torpe y sucesivamente barbarie, pueblos de color, países subdesarrollados, tercer mundo—, creo que el fenómeno alcanza una crudeza singular al tratarse de la que Martí llamó “nuestra América mestiza”. Aunque puede fácilmente defenderse la indiscutible tesis de que todo hombre es un mestizo, e incluso toda cultura; aunque esto parece especialmente válido en el caso de las colonias, sin embargo, tanto en el aspecto étnico como en el cultural es evidente que los países capitalistas alcanzaron hace tiempo una relativa homogeneidad en este orden. Casi ante nuestros ojos se han realizado algunos reajustes: la población blanca de los Estados Unidos (diversa, pero de común origen europeo) exterminó a la población abo­rigen y echó a un lado a la población negra, para darse por encima de divergencias esa homogeneidad, ofreciendo así el modelo coherente que sus discípulos, los nazis, pretendieron aplicar incluso a otros conglome­rados europeos, pecado imperdonable que llevó a algunos burgueses a estigmatizar en Hitler, lo que aplaudían como sana diversión dominical en westerns y películas de Tarzán. Esos filmes proponían al mundo —incluso a quienes estamos emparentados con esas comunidades agredi­das y nos regocijábamos con la evocación de nuestro exterminio— el monstruoso criterio racial que acompaña a los Estados Unidos desde su arrancada hasta el genocidio en Indochina. Menos a la vista el proceso (y quizás, en algunos casos, menos cruel), los otros países capitalistas también se han dado una relativa homogeneidad racial y cultural, por encima de divergencias internas.
Tampoco puede establecerse un acercamiento necesario entre mesti­zaje y mundo colonial. Este último es sumamente complejo,[1] a pesar de básicas afinidades estructurales, y ha incluido países de culturas definidas y milenarias, algunos de los cuales padecieron (o padecen) la ocupación directa —la India, Vietnam— y otros la indirecta —China—; países de ricas culturas menos homogéneos políticamente, y que han sufrido for­mas muy diversas de colonialismo —el mundo árabe—; países, en fin, cuyas osamentas fueron salvajemente desarticuladas por la espantosa acción de los europeos —pueblos del África negra—, a pesar de lo cual conservan también cierta homogeneidad étnica y cultural: hecho este último, por cierto, que los colonialistas trataron de negar criminal y vanamente. En estos pueblos, en grado mayor o menor, hay mestizaje, por supuesto, pero es siempre accidental, siempre al margen de su línea central de desarrollo.
Pero existe en el mundo colonial, en el planeta, un caso especial: una vasta zona para la cual el mestizaje no es el accidente, sino la esen­cia, la línea central: nosotros, “nuestra América Mestiza”. Martí, que tan admirablemente conocía el idioma, empleó este adjetivo preciso como la señal distintiva de nuestra cultura, una cultura de descendientes de abo­rígenes, de africanos, de europeos —étnica y culturalmente hablando—. En su “Carta de Jamaica” (1815), el Libertador Simón Bolívar había pro­clamado: “Nosotros somos un pequeño género humano: poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias”; y en su mensaje al Congreso de Angostura (1819), añadió:

Tengamos en cuenta que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano del norte, que más bien es un compuesto de África y de América que una emanación de Europa; pues que hasta la España misma deja de ser europea por su sangre africana, por sus instituciones y por su carácter. Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte del indígena se ha aniquilado; el europeo se ha mezclado con el americano y con el africano, y éste se ha mezclado con el indio y con el europeo. Nacidos todos del seno de una misma madre, nuestros padres, diferentes en origen y en sangre, son extranjeros, y todos difieren visiblemente en la epidermis; esta desemejanza, trae un réato de la mayor trascendencia.

Ya en este siglo, en un libro confuso como suyo, pero lleno de intuiciones (La raza cósmica, 1925), el mexicano José Vasconcelos señaló que en la América latina se estaba forjando una nueva raza, “hecha con el tesoro de todas las anteriores, la raza final, la raza cósmica”.[2] Este hecho único está en la raíz de incontables malentendidos. A un euro­norteamericano podrán entusiasmarlo, dejarlo indiferente o deprimirlo las culturas china o vietnamita o coreana o árabe o africanas, pero no se le ocurriría confundir a un chino con un noruego, ni a un bantú con un italiano; ni se le ocurriría preguntarles si existen. Y en cambio, a veces a algunos latinoamericanos se los toma como aprendices, como borradores o como desvaídas copias de europeos, incluyendo entre éstos a los blancos de lo que Martí llamó “la América europea”; así como a nuestra cultura toda se la toma como un aprendizaje, un borrador o una copia de la cultura burguesa europea (“una emanación de Europa”, como decía Bolívar): este último error es más frecuente que el primero, ya que confundir a un cubano con un inglés o a un guatemalteco con un alemán suele estar estorbado por ciertas tenacidades étnicas; parece que los rioplatenses andan en esto menos diferenciados étnica aunque no culturalmente. Y es que en la raíz misma está la confusión, porque descendientes de numerosas comunidades indígenas, africanas, europeas, te­nemos, para entendemos, unas pocas lenguas: las de los colonizadores. Mientras otros coloniales o ex coloniales, en medio de metropolitanos, se ponen a hablar entre sí en su lengua, nosotros, los latinoamericanos, seguimos con nuestros idiomas de colonizadores. Son las linguas francas capaces de ir más allá de las fronteras que no logran atravesar las lenguas aborígenes ni los créoles. Ahora mismo, que estamos discutiendo, que estoy discutiendo con esos colonizadores, ¿de qué otra manera puedo hacerlo sino en una de sus lenguas, que es ya también nuestra lengua, y con tanteos de sus instrumentos conceptuales, que también son ya nuestros instrumentos conceptuales? No es otro el grito extraordinario que leímos en una obra del que acaso sea el más extraordinario escritor de ficción que haya existido. En La tempestad, la obra última de William Shakespeare, el deforme Calibán, a quien Próspero robara su isla, esclavizara y enseñara el lenguaje, lo increpa: “Me enseñaste el lenguaje, y de ello obtengo / El saber maldecir. ¡La roja plaga / Caiga en ti, por habérmelo enseñado!” (You tought me language, and my profit on't /Is I know how to curse. The red plague rid you / For learning me your language!) (La Tempestad, acto 1, escena 2).

ROBERTO FERNANDEZ RETAMAR

Notas

[1] CF. Ives Lacoste: Les pays sous-deceloppés, París. 1959. esp. p. 82-4.

[2] Un resumen sueco de lo que se sabe sobre esta materia se encontrará en el estudio de Magnus Morner La mezcla de razas en la historia de América Latina, trad., revisada por el autor, de Jorge Piatigorsky, Buenos Aires, 1969. Allí se reconoce que “ninguna parte del mundo ha presenciado un cruzamiento de razas tan gigantesco como el que ha estado ocurriendo en América Latina y en el Caribe (¿por qué esta división?) desde 1492”, p. 15. Por supuesto, lo que me interesa en estas notas no es el irrelevante hecho biológico de las “razas”, sino el hecho histórico de las “culturas”: v. Claude LéviStrauss: Race el histoire (1952), París, 1968, passim.