martes, marzo 23, 2010

Cero

No sabe que se acercan las seis de la mañana,
el camino de tierra hacia el pueblo, el látigo
del sol que se afirma. Aunque ya está con
los ojos abiertos y por la ventana se filtra
la primera resolana matinal del verano en el litoral,
da la espalda a las endijas de la persiana
y con los ojos abiertos está recostada sobre
una cama angosta cubierta con una sábana blanca.
El techo es bajo y está construido en picada.
El calzón blanco que la cubre es chico pero alcanza
para poner a salvo del ambiente la mata desnuda
que lleva por sexo. Tiene un pequeño corazón celeste
bordado en el centro, donde un relieve discreto
se pierde entre unas piernas largas y morenas,
que junta sin fuerza. Miles de pelos en armónico caos
se deslizan sobre sus hombros, arremolinados
por la humedad del ambiente. Dos tetas morenas y redondas
reciben el viento que un ajado ventilador de pie descarga
sobre ella entre un ruido oxidado y el canto creciente
de los pájaros. La única luz encendida es la de la bicicleta,
que apoyada sobre una estufa que nunca se prendió descansa
de tanto camino con su foco prendido porque la olvidó
y ya no quiso levantarse. Amanece y, tal como decía
la última línea del libro que Mariana leyó antes de dormirse,
ya está con los ojos abiertos.

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