miércoles, septiembre 30, 2009

Lali


-Esa mina está con vos

Alguna noche de enero de 2007, Lucho me hablaba y yo no lo escuchaba. Estábamos en la terraza del hotel El Carretero, del centro de La Paz, la capital boliviana. Mi atención estaba completamente abocada al espectáculo extraño que ofrece esa ciudad al anochecer, cuando miles de pequeñas luces trepan anárquicamente la extraordinaria cordillera que la encierra. Habíamos atravesado el periplo de llegar por vía terrestre desde Buenos Aires, en decenas de inmundos y pintorescos buses conducidos por hombres ebrios que surcaban a cientos de kilómetros por hora los peligrosos caminos del interior argentino, primero, y del altiplano boliviano, más tarde. Esa noche, rodeados de jóvenes, tomábamos cerveza “al tiempo” y fumábamos cogollos provenientes de las yungas amazónicas.

-Esa mina está con vos, boludo.

Finalmente escuché a Lucho. “Esa mina”, iba a saberlo más tarde, era Lali, una bonita porteña, estudiante de psicología, alta y morocha, que junto a un grupo de amigas y un par de chilenos hacían lo mismo que nosotros y que todos. No le di demasiada importancia al comentario de mi amigo, generalmente optimista para la conquista. Al día siguiente, Evo Morales cumplía un año de mandato como presidente de Bolivia, y La Paz se vestía de fiesta. Extrañamente, entre las decenas de miles de personas que escuchaban el discurso del primer mandatario indígena del continente, Lali y sus amigas aparecieron detrás de nosotros. Cuando quise comprar unas cervezas que ofrecía un muchacho de quince años, no me alcanzaron las monedas, y ella, con una sonrisa, me ofreció las que faltaban. Intercambiamos breves palabras, y la fiesta latinoamericana siguió su curso, cada uno por su lado.

Dos semanas más tarde, la Isla del Sol nos encontraba en sus playas rodeando un fogón nutrido de viajeros, que con el paso de las horas se fueron a dormir, dejándonos a Lali y a mí solos frente a la inmensidad del Lago Titikaka. Dijimos algunas tonterías, le devolví los tres pesos bolivianos que me había prestado en La Paz, y el resto es cuento viejo. Entre la cháchara previa, nos dijimos que dos días más tarde nuestros respectivos compañeros de ruta emprenderían el regreso. Ambos coincidimos en el deseo de seguir siendo hippies algunos días más, en ese poblado surrealista que es el Puerto Norte de la isla, habitado por un manojo de campesinos bolivianos que apenas hablan español, sobre una playa de mil maravillas en la que los viajeros acampaban por semanas sin pagar nada a nadie jamás. Veinticuatro horas más tarde, Juan, otro amigo que viajaba conmigo, se enteraba de que su novia, que también formaba parte del contingente, lo engañaba con cuanto tipo se le cruzaba. Me dejó la carpa que hasta ese momento había sido su nidito de amor para volver a Buenos Aires a moco tendido, tras una escandalosa separación en ese escenario tan extraño para una escena novelezca. Más allá de la tristeza que me causó ver a mi amigo con el corazón partido en mil pedazos, yo canté bingo.

Fue entonces cuando comenzó un inesperado idilio amoroso entre Lali y yo. En un iglú comprado en el Carrefour de Lugano, pasamos catorce noches memorables. Desayunábamos frutas deliciosas sobre la arena, bajo un amable sol cordillerano que nos acariciaba frente al imponente centinela de aguas heladas. Rodeados de colombianos, argentinos, chilenos y brasileros, éramos la pareja feliz de una comunidad nómade que había encontrado el lugar ideal donde reponer energías largos días para luego seguir con la ruta trazada, generalmente camino a las ruinas de Machu Pichu. Nuestra única preocupación era conseguir la leña para cocinar la cena, administrar con cordura los preservativos y reunir las monedas que gastábamos en el licor Pampeño que calentaba nuestras noches. Cuando el dinero se terminó, atravesamos juntos los tres días que duró el retorno desde la frontera entre Bolivia y Perú hasta la Reyna del Plata.

Lali fue mi pareja durante todo ese año. En diciembre de 2007, nuestra psicosis ciudadana se encargó, como siempre, de generar las excusas necesarias para una ruptura civilizada y expeditiva. Nunca volvimos a ser tan felices como durante aquellas dos semanas en la Isla del Sol.

1 comentario:

* Mago de la Lluvia * dijo...

Muy bello mi amigo, realmente me entusiasmó