Dispuesto a zambullir
mi cuerpo baboso de molusco
en la espesura ardiente
de un nuevo té con leche
me asalta repentina acaso una revelación:
Soy un náufrago en la ciudad.
Disfruto de una cruda soledad salvaje
perdido entre la mansedumbre
de un temerosa y citadina multitud
plegada sobre sí como un caracol
en su coraza de olvidar.
Aunque estoy entre estas cuatro paredes
excedidas de yeso, el viento corre
como si fuera yo una roca volcánica
que rueda irregular por la piel húmeda
de un pico cordillerano -¿acaso un seismil
catamarqueño?- bañado por las nieves eternas
que untadas sobre el filo oxidado de su ladera
invitan a asomar mi pescuezo larguirucho
hacia la ilusión insondable del próximo verano.
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