Llegué con mi último esfuerzo
hasta el límite donde termina la tierra
y empieza tu beso;
estabas aunque oscuro tan diáfano
que no pude sino preguntarme
en voz alta ante la indiferencia
de un pescador solitario:
¿cómo puede un río ser tan ancho
que es imposible ver una orilla
desde la otra?
Sólo vos sos pudiente de
tal atrevimiento, marrón monumento
a la historia que, como ella,
se mueve en constante flujo
de pleamares y bajaríos.
Convergen en vos los sedimentos
milenarios del cono geográfico suramericano
con el cortante frío continetal atlántico
subiente desde el confin sur del mundo,
estuario bravo donde se bañan los dragones,
único cementerio de muertos sin descanso
vivos en los pasos y los carteles, cadáveres
incómodos, capaces de dibujar un futuro.
Aunque la ciudad -que antes bailó con vos
el bolero enamorado de tu aire denso
de terrosa humedad- hoy te de su espalda
me detengo a mirarte en silencio
y me animo a pedirte algo
en secreto porque vos
sos la única deidad
a la que rindo
culto y rito.
Río de la Plata
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