Cuando tenía treinta y cinco años
mi viejo estaba casado y tenía un hijo
con una mujer que en un momento se murió.
Creo que se estaba duchando o haciendo caca
en el baño del departamento de Yapeyú.
No me acuerdo su nombre. No sé si lo supe alguna vez.
Yo no había siquiera nacido pero
lo recuerdo como si hubiera estado ahí:
un imprevisto cambia todo, como viento del sudeste.
No sé cómo hicieron para guarecerse.
Pienso en los días nublados, las mañanas de sol
cocinar la cena, lavar a mano los calzones, fumar en la ventana.
Viví en ese departamento unos meses
cuando todavía era la amebita tierna que son los bebés
y la luz blanca alumbraba las flores rosas del empapelado.
Cada día que pasó ví a mi hermano
pelear contra los fantasmas con una caña de dos metros
pasar rasante sin hablar la misma tierra que yo pisaba.
Desde entonces siento cerca mío
la ausencia anunciada, la respiración del drenaje
esa fuerza tremenda de lo se agota en un segundo.
Después de todo siempre estamos solos.
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