Trece arañas bailaban
sobre el aire de fondo verde
cuando una tonada con vientos del Uruguay
me tomó del brazo y me llevó a caminar
tras tus pies desnudos hacia un muelle enclenque.
Cuando, lentos, nos desplazábamos en fila,
y yo te miraba el culo
como un chiquilín a esa nena hermosa
que juega a la pelota con los pibes,
impusiste la ley del menor esfuerzo sabiamente.
Ya no pude hacer caso a las barreras
que durante buen y mal tiempo tanto habían funcionado:
era hora de volver a ser el que siempre había sido.
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