Desde una manzana verde te veo rodar por los caminos.
Un orificio que tallé trabajosamente con mi cuerpo largo y uniforme
sobre su carne blanca me permite espiarte gravitando
en la punta de la mitad blanca de una luna de greda y maíz.
No me quejo: no tengo una inmensa movilidad,
pero estoy estratégicamente ubicado sobre el cráneo de tu calle.
Cuelgo, y te veo matear en el patio a las seis
y sin más soy feliz como un francotirador sin armas.
Porque el sur de la ciudad es un perfecto lugar
para colgar en el orificio de una manzana y mirar
desde la altura el instante calmo en que introducís
tan tiernamente la llave en esa vagina de hierro del veinte
y oler el click que cede ante tu pequeña intensidad.
Sacudo, entonces, mi viscosidad
y la nave verdosa tambalea de algarabía.
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